Crónicas de México

Cualquier parte de lugar, un lugar en cualquier parte

A trozos uno se da cuenta: la ciudad fue primero. Al principio uno solo alcanza a verlo a jirones, con pupila de exiguo angular, con l?mite peatonal; desde el coche, impresiones, retal continuo, r?faga cosida en la distancia. Fraccionada e intermitente la realidad se resiste a ser enunciada mientras los interiores, a pinceladas, decapan la retina. Media foto en la pared, alguna planta, un adorno segmentado en un mueble, bombilla encendida, bici o perro en un balc?n. La ciudad comenz? antes de que uno llegara. La sombra, plasmada en las cortinas, de una cabeza que uno evita despegar de un cuerpo dispuesto ante alguna cotidianidad ??mesa compuesta para un desayuno, tal vez?. Ropa tendida. Gen?rica. Ellos ya estaban.

A pizcas: intriga entera de una vida. Una cualquiera. Una vida que comenz? aqu? enramando lugares y objetos con rutinas. Apilando nido. Esquejando recuerdos, vectores, experiencias, entre los muros, en los trayectos, por las aceras, con actividad. La ciudad se descuelga por primera vez ante mis ojos habitada. Hogar de alguien. Si uno fisga, la ciudad regala impasible, por entregas, a pedazos, el orden eterno y completo de los otros. Todo parece tener su lugar. Uno se siente precario, transitorio, irresuelto.

Uno se delata: anduvo por la ciudad suponi?ndola impoluta, como si no hubiera habido antes otras huellas, s?lo las suyas. Como si en cada encuentro con eso otro extra?o, en cada sorpresa, uno la animara a im?genes sin semejanza. Uno fabula que su mirada la hizo habitable.

Desmemoriado. En cierto momento ?previo al viaje, sin horma en el recuerdo??? uno supuso que la ciudad la inaugurar?a ?l. Que aterrizaje y g?nesis ser?an simult?neos. Como si a su contacto ?plantar, visual, olfativo, t?ctil, auditivo, salivar? la ciudad entera emergiera. Pero no. La ciudad fue antes. Ese punto vac?o, agujero blanco, espacio libre al que jugar a poner un nombre, ya estaba lleno: de historias, de significados, de se?ales, de atajos, de ung?entos. No hay huecos. Uno se siente harto.

Desvergonzado. Uno anduvo por la cuidad como si s?lo fuera espacio. Un lugar fuera de lugar. Espacio sin historia ?la ciudad no exist?a antes de uno?. Espacio para atisbar lo que todav?a no llega, lo que no es, lo que no est?. Grieta inagotable. Uno se repliega ante su equivocaci?n. Se siente sin ra?z.

Uno la busca entonces, la descubre tan desnuda y tan falta de tierra; tan incierta en el nuevo mundo. Uno la encuentra y la mira. Pregunta qu? le falta y qu? le sobra. Continente sin contenedor. ?A cu?l de todos sus sentidos poner significado?

Uno se reconoce: desplantado de tierra hidr?foba, despojado de apelmazamiento, aireado al sol. Tiembla. Ra?z que busca un lugar para asomarse a lo que no tiene lugar. Ra?z que encuentra asiento en cualquier borde de un lugar que no le pertenece, al que no pertenece. Uno se mira y se entrev? inclinado. Incompleto, ligero, inestable, ventilado. La ciudad le urge a hacerla suya, a soplarle h?lito.

Uno para y lo siente: la ciudad lo encontr? a uno virgen, tambi?n so?? con impregnarle aliento. Sus brechas, mis boquetes. Nos penetramos sin saber todav?a a d?nde llegaremos.[1]


[1] La falta de ?lugar? ha sido el motivo de muchas de las inmigraciones individuales y ?voluntarias? que ha recibido M?xico a lo largo de la historia. Una falta de lugar econ?mico, social o pol?tico, tal vez ?ntimo, interior. Todos ellos, podemos suponer, llegaron para encontrar un espacio en el que hacerse un lugar. Un espacio que a todos les result? desconocido, al que tuvieron que adaptarse, tuvieron que habitarlo de alguna manera, ?hacerlo suyo?, entenderlo. Aqu? hoy uno encuentra vestigios de esos intentos, de hacer comunidad reduci?ndose a lo conocido, a lo identificable, a lo localizable como igual: los clubes, el espa?ol, el franc?s, la casa libanesa, los restaurantes chinos o argentinos, el centro asturiano; y, tambi?n, en la mezcla uno encuentra lo contrario, aquellos que abandonaron la salvaguardia de la identidad para ser otra cosa, para construir algo que no fuera lo conocido. Un art?culo que sobrevuela la variedad de nacionalidades,de fechas, de motivos, de estrategias para hacerse un lugar en M?xico: Sara Sefchovic ?Inmigrantes entre la aceptaci?n y la desconfianza. Revista Relatos e Historias en M?xico.

Art?culo de Sara Sefchovic
Crónicas de México

Transportada

Hay est?ndares que las grandes ciudades comparten y que minimizan la sensaci?n de escasez de rumbo y coordenadas cuando todav?a no se reconocen guaridas ni ?reas, ni esquinas. Para muchos son los comedores de cadena, cierta uniformidad en el vestir y la cantidad de cualquier cosa, objetos o personas; esos empalmes comunes desgrasan los posibles extrav?os y aguan las diferencias. Para m? es el transporte. All? donde los l?mites de la ciudad dejan de ser ponderables aparece el transporte; se convierte en la mesura de mi propio movimiento, de mi capacidad de domesticar ese territorio, de incorporarlo a mi red neuronal y cin?tica.

Madrid para m? es el metro (como Par?s). Barcelona la bici (como Alemania) o el pie, quiz? el rodalies ?cercan?as? para ir a la costa. Irlanda es el autob?s y Estados Unidos es siempre autom?vil.

Ciudad de M?xico es un coche y todo lo que no es un coche. Aunque animales no he visto.

Crónicas de México

El poder invisible (Primer apunte sobre la amabilidad mexicana)

Su desahogada cortes?a me colore? hasta la insensibilidad; era demasiado pronto, de ma?ana. Antes Ciudad de M?xico s?lo hab?a sido amable. Contrarreloj de gentileza ?dos instantes de un saludo, nueve minutos de uber o media hora del men? del d?a? rematada por una encuesta sobre su trato. Camin? envuelta en su educaci?n esponjosa ?dispar a la urbanidad conciudadana o al anonimato c?vico?, desconocida para quien llega de Madrid o Barcelona. Hasta ayer. Hoy su hospitalidad es acre, m?rbida, afogarada como un mal caf?.

Crónicas de México

Muerte Natural

Prevenciones, unas en tono admonitorio y otras en clave de consejo amenazante, recibe aquel que comparte su intenci?n de viajar o de instalarse en el antiguo Distrito Federal. No es que la escalada de violencia sea on?rica ni que la inseguridad abandone al reci?n llegado, pero lo que nadie comunica al forastero es que la muerte en el DF deambula de forma distinta a la esperada, es una constante de par?metros accidentales, de despistes evitables, de elementos oblicuos que se pueden sortear de soslayo. La muerte, al menos en la Cuidad de M?xico, tiene un rictus atl?tico, espiritoso, fr?volo, fortuito, eventual. No llega, por norma, al invisible ciudadano medio (ni al medio-alto) con esa violencia comprimida en el fogonazo, afilada en blanco o amordaza en el secuestro que encoje clav?cula y hombro al primer mundo; el fin aqu? es m?s profano.

Crónicas de México

Rosa M?xico

Las vi salir de la oficina mientras exploraba la segunda manzana ?cuadra? del barrio ?colonia? cerca de mi nueva casa. Inevitable. Alcanc? sus tacones irrazonables para la permanente anomal?a de una acera asaltada por la impetuosa inercia vegetal y el descuido administrativo. Compras y ropa; o? su conversaci?n ante la imposibilidad de adelantarlas. Sus palabras eran como un paseo por la ?ltima tarde de las rebajas; esa en la que uno acude por obligaci?n a la llamada del descuento anticipando que ya no encontrar? nada. Pero, a veces, uno se lleva algo puesto como si se lo hubieran pegado.

? ? s?, es que yo le andaba buscando a unos pantalones de mezclilla, as? ?sabes? rosa M?xico, que me?

Rosa M?xico, ?el rosa tiene una nacionalidad? Rosa M?jico, ?el pa?s tiene un color? Su expresi?n me visti? y me desvisti? entera; sin remedio me contempl? desnuda e ignorante.

Al rosa M?xico resulta que los espa?oles lo llamamos fucsia o magenta. Espa?a rosa no es. Fucsia lo es todav?a menos. Se me ocurre un rosa Espa?a contradictorio, rosa torero y el del orgullo gay, el de las rosaledas del jard?n bot?nico de Madrid o el del adviento. Soy incapaz de ponerle un color a mi propio pa?s, quiz? porque eso de la identidad patria siempre se me hizo ajeno. No s? si una tonalidad puede resumirlo, tampoco si es necesario que lo haga. ?Espa?a es roja y amarilla? Roja sigue la herida de una guerra. Amarilla es. Castilla en verano. Rojo clavel y geranio. Pero tambi?n es verde norte, marr?n rojizo en medio del color oliva; es ocre de casta?o y ros?ceo de cerezo en el poniente sur y azul costa de casi isla con istmo.

M?jico es rosa M?xico. Es fucsia.

En Ciudad de M?xico los taxis son magenta y blancos; al mirar por la ventana uno descubre su correlato crom?tico en las buganvillas, en las sombrillas estandarizadas por el gobierno local de los limpiabotas ?boleadores?, en cada pieza de artesan?a tra?da del sur del pa?s y expuesta en el Bazar S?bado o ?m?s extremo todav?a para el envejecido ojo peninsular? en la casa estudio del arquitecto Luis Barrag?n. Luego, si uno sale m?s afuera, la iglesia rosa de San Miguel de Allende, los mesones de Puebla; incluso la naturaleza bendice el c?digo secreto del pigmento convirtiendo las aguas al mismo color, Las Coloradas de Yucat?n, una playa entera te?ida de rosa patrio.

Yo, desvestida de par?metros culturales e ignara de su ?cromatolog?a? me pregunto si el fucsia es acaso color c?lido o uno fr?o. A ratos parece animarte a tomar un paso al frente, a envolverte en su bravura disimulada en una manta multicolor; tono estimulante, vigoroso, crecido ante las piedras o verdes mayest?ticos, enaltecido frente a la desproporci?n de la gama de pieles y de las escalas sociales. En otros momentos siento su frialdad, su distancia, su advertencia de no acercarse demasiado, tal vez una manera de advertir del peligro, una suerte de defensa nacida de un miedo anterior. Entonces uno se acerca precavido (o se aleja) como el colibr? a la flor que no conoce; puede querer tu carne sin darte n?ctar.

M?xico es rosa, es fucsia, es magenta. Rosa M?xico por decisi?n?; signo elegido de identidad, esa etiqueta que define algo en contra de otra cosa, que se alza con tanto orgullo como pavor ante una mirada ajena que desconoce tanto al enemigo como al jefe del clan. Fragancia fucsia que sobrevuela los verdes selv?ticos de una ciudad inconmensurable; magenta comestible en cualquier esquina. Rosa M?xico estampado en los andares de cualquier pantal?n, huella con la que unos zapatos desafiantes impregnan la irregularidad horizontal de un pavimento levantado sobre agua a dos mil metros de altura que intenta la conquista vertical de alg?n cielo.

  ?Este color se considera en M?xico como elemento de identidad nacional y signo de la hospitalidad y del carisma que define tal identidad. Parece que fue Ram?n Valdiosera, periodista, pintor, historietista y dise?ador, quien procur? el nombre definitivo a esta se?a de identidad. En la d?cada de 1940, tras un largo viaje de investigaci?n por el pa?s dedicado a las diferentes etnias y sus vestimentas caracter?sticas, se interes? por adaptar ciertos rasgos t?picos de la indumentaria tradicional a la moda contempor?nea de aquel momento. Esta decisi?n personal de Valdiosera de crear una moda ?ntegramente mexicana estaba en consonancia con el debate que tuvo lugar en aquellos a?os sobre la identidad nacional. La repercusi?n en los medios y el apoyo del, por entonces, candidato a la presidencia Miguel Alem?n, muy interesado en promover en el exterior la imagen de M?xico como un pa?s moderno, beneficiaron el proyecto del dise?ador que tuvo el respaldo y el benepl?cito para convertir la moda en imagen de la identidad nacional moderna del pa?s. La an?cdota cuenta que fue en 1949 en el hotel Waldorf-Astoria de Nueva York durante una presentaci?n de su colecci?n de moda en la que el color predominante fue ese ?rosa buganvilla?, cuando un periodista americano ??ante la explicaci?n de Valdiosera del uso de dicho color como la tonalidad presente en dulces, viviendas, juguetes y trajes tradicionales? lo bautiz? como Mexican Pink.